El fenómeno de la violencia entre adolescentes se ha convertido en especial foco de atención para los profesionales implicados en su educación y para los profesionales sanitarios. La violencia escolar que afecta a alumnos y profesores está generando un clima de malestar que distorsiona de manera estructural todo el proceso educativo.
No menos importante resulta la incidencia de las conductas agresivas en el medio familiar, aunque en esta reflexión vamos a intentar profundizar en aquellos aspectos que subyacen a los comportamientos agresivos entre iguales y, en especial, todo lo relacionado con el escenario académico, en un intento por comprender y elaborar líneas de intervención que nos permitan abordar este fenómeno tan complejo.
En el inicio del periodo de socialización es habitual que encontremos respuestas agresivas entre iguales. Es en la preadolescencia cuando el grupo se revela como principal sistema de referencias, manifestando todo un despliegue de conductas y características que serán reforzadas o castigadas. Los enfrentamientos en el grupo de pares han definido las fronteras y la jerarquía en ocasiones como paso previo a las alianzas y al establecimiento del sistema relacional. El problema se agudiza cuando este tipo de conductas se mantienen estables a pesar del desarrollo evolutivo y forman parte de un estilo de actuación en el que el más débil se convierte en blanco de todos los ataques y el agresor instrumentaliza sus acciones para conseguir aprobación, respeto, incluso el propio refuerzo que dicha actividad le produce.
En los últimos tiempos podemos hablar de la violencia en el aula como un problema de gran dimensión como refleja la información de la que disponemos de diferentes Estados. En el caso de España, el informe realizado por el Defensor del Pueblo sobre maltrato entre iguales (2007) indicaba que un 3,9% de los estudiantes de enseñanza secundaria obligatoria había sufrido desde el comienzo de curso algún tipo de agresión física por parte de sus compañeros, un 27,1% había sido objeto de insultos y un 10,5% sufría situaciones de exclusión social.
Por otro lado, en el último año se han registrado más de 3.000 ataques a profesores por parte del alumnado; esta cifra no recoge un fenómeno que venimos observando desde hace ya algunos años: la violencia de los padres hacia la figura del profesor con la grave desautorización del profesional que conlleva.
Del mismo modo se ha constatado un aumento en la incidencia de comportamientos delictivos protagonizados por escolares tales como delitos contra la salud pública, actos vandálicos, etcétera, no relacionados en principio con agresiones entre iguales.
Se han definido dos formas de violencia según la naturaleza de la agresión: violencia directa, cuando nos referimos a agresiones físicas o verbales, y violencia indirecta, también conocida como violencia social o violencia relacional y que hace referencia a comportamientos dirigidos al descrédito, la humillación y la exclusión social.
Cuando las agresiones hacia un mismo individuo persisten de manera continuada hablaríamos de acoso o maltrato escolar también conocido como bullying, que puede ser definido como una conducta de persecución y agresión física, psicológica o moral que realiza un alumno o grupo de alumnos sobre otro con desequilibrio de poder y de manera reiterada.
Mención especial merece todo lo relacionado con el ciberacoso que representa una modalidad de violencia a través de las nuevas tecnologías en la que el anonimato y la destreza del acosador cobran especial relevancia. Sólo los datos registrados sobre ciberacoso en España superan la incidencia de otras conductas delictivas.
Existen diferentes perfiles de sujetos agresores según variables psicológicas que más adelante detallaremos. Se habla también de aspectos diferenciales según género: en el caso de los chicos la forma más frecuente de actuar es la agresión física y verbal (violencia directa), mientras que en el de las chicas la manifestación característica apunta hacia el descrédito, la humillación, el aislamiento de la víctima y la exclusión social (violencia indirecta). Con respecto a la variable edad cronológica, el mayor nivel de incidencia se dé entre los once y los catorce y la violencia tienda a disminuir con los años, aunque observamos cómo estos comportamientos persisten y se extienden en algunos casos hasta la joven edad adulta. Sirva de ejemplo el fenómeno de las “novatadas” al inicio del periodo universitario.
El acoso a terceros se detecta en cualquier estrato social, aunque puede variar su naturaleza según las características del contexto. Los factores socioeconómicos parecen reflejar diferencias en la aparición de estos fenómenos, aunque inciden más en conductas violentas no relacionadas necesariamente con el acoso escolar. Los ambientes marginales y desestructurados suelen mostrarse más permisivos con comportamientos desviados de la norma, y destacan la rivalidad entre iguales y la pertenencia al grupo incluso como sistema de autoprotección.
La familia como primer escenario para la adquisición de comportamientos normativos y reglas de convivencia es, en ocasiones, el origen de conductas agresivas dependiendo de diferentes factores como la ausencia de modelos de autoridad y excesiva permisividad, el uso de patrones violentos en la resolución de conflictos hasta factores de riesgo como la desestructuración familiar, el abandono, los malos tratos, la marginalidad, la delincuencia, la drogodependencia, etcétera. Podemos hablar de familias en las que la autoridad es ejercida por el más fuerte sin posibilidad de diálogo y ,en el otro extremo, de familias muy permisivas que no establecen límite alguno y potencian la consecución de cualquier deseo cortoplacista por parte de los hijos, generando perfiles de fácil frustración y exigencias poco realistas sobre los demás.
El medio escolar es clave en la génesis y el mantenimiento de la violencia en el aula. La convivencia está regulada por un sistema de reglas más o menos generalizado que configura el escenario de normas y sanciones con variaciones significativas en su aplicación dependiendo del centro y de los profesionales del mismo. La adecuada organización del centro es fundamental para el desarrollo de sistemas de valores y conductas deseables.
…”La escuela, con sus actuaciones, puede fomentar la competitividad y los conflictos entre sus miembros, o favorecer la cooperación y el entendimiento de todos. En este sentido podemos hablar de la importancia que tiene la organización del centro, el currículum, los estilos democráticos, autoritarios o permisivos de gestión, los métodos y estilos de enseñanza y aprendizaje, la estructura cooperativa o competitiva, la forma de organizar los espacios y el tiempo, los valores que se fomentan o critican, las normas y reglamentos… y, por supuesto, el modo en que el profesorado resuelve los conflictos y problemas”… (Palomero y Fernández 2001).
Entre los factores personales o perfiles psicológicos más característicos de los agresores destacamos, entre otros:
- Trastornos disociales o antisociales.
- Trastornos desafiantes oposicionistas.
- Trastornos por descontrol de impulsos o Trastorno Explosivo Intermitente.
- Trastornos por déficit de atención con hiperactividad.
- Trastornos por consumo de sustancias drogófilas.
- Trastorno límite de personalidad.
- Trastornos del desarrollo y trastornos del comportamiento.
- Trastorno afectivos.
- Otros trastornos psiquiátricos.
Pero no siempre encontramos un diagnóstico que subyace a la conducta violenta. Normalmente se trata de individuos con algún rasgo psicopatológico y un cierto grado de ajuste, como si las agresiones se enmarcasen en un escenario estructural que justifica su existencia. Los escolares conviven con la violencia en los medios, el cine y la televisión, los contenidos de los videojuegos y prácticamente en cualquier ámbito que les rodea. Los patrones grupales de aceptación son exigentes y refuerzan la figura del adolescente que tiene éxito social, el individuo “fuerte” “machista” y excluyente con las minorías. Un gran porcentaje de jóvenes que conocen la norma pero consideran lícita su trasgresión tolera explícitamente la violencia y la contempla en la resolución de conflictos como instrumento eficaz, calificando de “débil” la gestión negociada y las alternativas al enfrentamiento. Nunca tuvo tanta fuerza la necesidad de inclusión en el grupo y la abierta descalificación de todo aquel que es “diferente”.
Con frecuencia acuden a nuestra consulta pacientes con dificultades adaptativas relacionadas con la falta de ajuste entre la persona que ven en el espejo cada mañana y la persona que, según ellos, y en especial frente a los demás, deberían ver. Los adolescentes tienen la difícil tarea de afrontar el periodo de socialización con todas las demandas que éste conlleva. Hace ya algunos años que tener éxito en dicho proceso se considera una necesidad vital, y se ha idealizado hasta el punto de convertirse en criterio principal de exclusión: o formas parte del grupo de lo “socialmente admitido” o simplemente no existes, quedando en evidencia tu vulnerabilidad frente a sus agresivos mecanismos de rechazo.
El perfil del sujeto agredido, como sucede con el del agresor, no responde necesariamente a trastornos específicos aunque en ocasiones esas patologías resulten determinantes. Cualquier sujeto percibido como “diferente”, “vulnerable” puede convertirse en víctima de la violencia: los más retraídos socialmente, los más débiles, los más alejados del supuesto canon de aceptación, los pertenecientes a minorías y cualquiera que no disponga de herramientas adecuadas para gestionar la presión del grupo. Todos se verán expuestos a este fenómeno con variables en el efecto que tenga sobre cada uno de ellos en función de aspectos psicológicos individuales. Algunos se convertirán en agresores como mecanismo supuestamente “adaptativo”. Otros, en cambio, arrastrarán considerables secuelas a lo largo de su vida adulta. Los hay que abandonan el medio y se aíslan, los hay que no soportan el sufrimiento y deciden terminar con su vida.
Parece razonable pensar que un fenómeno tan complejo requiere una respuesta interdisciplinar que aborde los diferentes planos que lo configuran. Tal vez lo más complicado sea incorporar en la intervención a los agentes implicados, a saber, agresores y agredidos, familiares, profesionales de la enseñanza y profesionales sanitarios, entre otros.
Desde el papel del psicólogo clínico, hay que destacar por un lado la intervención directa sobre los protagonistas cuando acuden como pacientes a nuestras consultas, y por otro lado colaborar en la creación e implantación de programas preventivos y terapéuticos dirigidos a alumnos, familiares y profesores en el medio escolar.
El paciente que está siendo víctima de acoso escolar suele referir estados mixtos de ansiedad y depresión, su humor y su rendimiento académico han cambiado, puede mostrarse huidizo incluso con sus familiares, se avergüenza de su situación y se autocensura por no ser capaz de resolverla llegando a somatizar en las horas previas al horario lectivo. En el medio escolar evita situaciones como el recreo y el aula en los cambios de hora, espacios de “riesgo” donde ocurren la mayor parte de las agresiones. En ocasiones responde de manera poco asertiva exponiendo aun más su vulnerabilidad, confirmando su exclusión. Los estudios realizados sobre el tema revelan que los efectos de la violencia indirecta son igualmente perniciosos que los derivados de la violencia directa.
El paciente agresor suele acudir por decisión de sus familiares, incluso por recomendación del propio centro de estudio. Carece de percepción de problema y, normalmente, atribuye a los demás la responsabilidad de sus actos. Además se muestra refractario con el terapeuta y se sabe reforzado por su grupo. Puede presentar fracaso escolar y otras conductas disruptivas.
Después de un completo proceso de evaluación que debe incorporar información de familiares y profesionales educativos, estableceremos un programa individualizado de intervención que defina, en primer lugar, los diferentes objetivos a tratar. El trabajo individual puede mejorar la calidad de vida del paciente acosado y prevenir la aparición de trastornos más severos en la edad adulta. Podemos dotarle de herramientas para gestionar su desajuste, para “defender su derecho a la diferencia”. En el caso del paciente agresor, destacamos el trabajo enfocado a la percepción del problema, el desarrollo de la empatía, el autocontrol y el aprendizaje de conductas alternativas para resolver conflictos emocionales.
La intervención en el medio familiar y académico estará enfocada a la formación y colaboración con los padres y profesionales de la enseñanza para la detección y el manejo de las situaciones conflictivas, el desarrollo de programas de aplicación y seguimiento de normas de convivencia.
Cabe destacar la importancia de incorporar a los alumnos en la puesta en marcha de posibles soluciones. El grupo de iguales suele reforzar el comportamiento agresivo pero puede convertirse en el referente de conductas deseables si fomentamos un cambio integral en el sistema de valores. Hablamos de cambiar actitudes y esto no es posible a corto plazo; se trata de invertir la presión del grupo y para ello necesitamos su incorporación como protagonistas de ese cambio.