El equipo de Cinteco responsable del área de Asistencia Psicológica en la Adolescencia, reseñaba en su nota de fecha 14 de diciembre de 2009 “Conductas agresivas en el medio familiar” la creciente demanda de valoración y tratamiento de los trastornos del comportamiento que cursan con conductas agresivas en el medio familiar. El pasado 18 de agosto de 2010, el periódico El País en su edición digital publicaba el siguiente reportaje:
Cuando los que pegan son los propios hijos
La Fiscalía General y los expertos alertan del preocupante aumento de las agresiones a padres – Las madres son casi siempre las víctimas – Está en cuestión una educación excesivamente liberal
KARIM ASRY
18-08-2010
«Es muy duro dar el paso de denunciar a tu hija. Cuando es reincidente más aún. Si hubiera sido la primera vez, pues perdonas. Y la segunda, también. Pero en mi caso era ya la tercera, y ya dije que no aguantaba más […]. Mi integridad física peligraba, la próxima vez mi hija me mataba en un momento de euforia». María, madre de 45 años, casada desde hace 24, cuenta ante el terapeuta lo que durante años la familia cargó en silencio a sus espaldas.
Su hija, Belén, de 17 años -nombre ficticio, al igual que el de los demás casos reales incluidos en este artículo- se encuentra en un centro de protección de menores después de haber agredido a su progenitora. Un día se levantó y dijo que no quería estudiar más. Su madre le recordó que ella y su padre se levantaban todos los días a las siete de la mañana para pagarle los estudios. «Se puso como una histérica […]. Mordiscos, puñetazos, de todo. Ahí dije que ya no aguantaba más», rememora María.
El fenómeno es minoritario, pero muy serio, preocupante, según alertó a finales de julio la Fiscalía General del Estado porque el número de casos aumenta a velocidad de vértigo: padres que ponen un pestillo en la puerta de la habitación porque temen que su hijo cumpla las amenazas que va soltando de día -«Cada vez que salía algo de malos tratos en la tele me decía: ‘Tú vas a acabar así», cuenta otra madre-; un joven de 17 años que le parte la nariz a su mamá con la hebilla del cinturón «porque la muy zorra no lavó la camisa verde». Los expertos hablan de una patología social propia de la época contemporánea, que afecta a familias de todas las clases sociales. Los padres, desbordados, se muestran reticentes a pedir ayuda por miedo al estigma que supone el sentir que uno fracasó educando a sus hijos.
Casi inexistentes en la década de los noventa, los casos empezaron a aumentar a un ritmo preocupante a partir del año 2000. Durante 2008, las Fiscalías de Menores abrieron más de 4.200 expedientes por agresiones de hijos a padres, frente a los 2.683 del año anterior. En todo caso, esto apenas supone la punta del iceberg. Los casos denunciados se incrementan a un ritmo de unas mil por año, según Javier Urra, primer Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, doctor en Psicología y autor de varios libros sobre la materia.
Hay quienes consideran que el problema esencialmente es la educación demasiado permisiva y sin límites que recibieron estos pequeños tiranos. Otras voces hablan del síndrome del emperador. Creen que hay niños que nacen con una cierta predisposición genética a comportarse así y piden que no se haga tanto énfasis en la culpa de los padres para que el peso del estigma no les impida pedir ayuda antes de que sea tarde. «Estamos cometiendo el mismo error que en la violencia de género», alerta Vicente Garrido, profesor de Pedagogía y Criminología de la Universidad de Valencia.
El pequeño tirano busca ante todo revertir el orden jerárquico de la familia, quiere tomar el control de la casa recurriendo a todo tipo de violencia psicológica y física, sin importarle el dolor que pueda infligir a sus seres cercanos. Va avanzando paso a paso, tanteando y chantajeando a unos padres que dan a torcer su muñeca una y otra vez hasta que pierden todo tipo de autoridad.
«Acababa cediendo siempre, haciendo todo lo que ella quería para no provocarla. Si ella te decía esto, tú cedías para que no se enfadase, volvías a hacerlo para que no chillara, para que no te amenazara con que se iba de casa», cuenta María. «Me metía en la cama a veces con miedo. A mí me anulaba, pero a mi marido, no le dejaba comer en la cocina con ella. ‘Yo con este cerdo no quiero cenar, que se quite de en medio’, nos decía. Se convirtió en la reina y señora de la casa y nosotros en sus sumisos esclavos», rememora en las sesiones entre lágrimas.
El fenómeno es relativamente nuevo y no hay unanimidad entre los expertos. Quienes lo han estudiado de cerca insisten en separar este nuevo perfil de violencia de casos como el del hijo toxicómano que recurre a la fuerza para conseguir dinero, o de jóvenes que tienen alguna enfermedad mental que propicia ataques violentos. Tampoco suele ser una respuesta a unos padres excesivamente autoritarios ni tiene por qué darse en familias desestructuradas, aunque, en Vizcaya, el servicio de Mujer y Familia, que atendió 25 casos durante 2009, siempre ha detectado algún problema en la pareja -en el 36% de los casos, había antecedentes de violencia machista-.
Una educación liberal demasiado permisiva, en la que los roles y la jerarquía se han borrado, es el lugar ideal para que emerjan este tipo de comportamientos. Roberto Pereira y Lorena Bertino, de la Escuela Vasco-Navarra de Terapia Familiar, apuntan a que suele ocurrir en familias donde la relación entre padres e hijos está en pie de igualdad, donde las normas no se imponen sino que se negocian; en casos de padres sobreprotectores, que afirman querer a sus hijos «hagan lo que hagan»; en familias con progenitores insatisfechos con sus roles, que sienten que sus vidas están vacías o que no querían tener hijos. Otros casos se dan en parejas con una relación muy conflictiva, en la que recurren al hijo como arma arrojadiza, descalificándose mutuamente y creando un código que el hijo percibe como arbitrario. También destacan el perfil de padres que, por algún motivo, mantienen una relación excesivamente próxima, o fusional, con uno de sus hijos -suele darse más en familias monoparentales- y el de familias de inmigrantes reagrupadas después de un largo periodo de separación.
Los especialistas también coinciden en otras dos cuestiones: la madre es en la abrumadora mayoría de los casos la víctima; y el problema se está feminizando, a la vista del aumento de casos de hijas agresoras.
«Para mí, el mayor error que he cometido fue intentar ser su amiga en vez de su madre», prosigue María en su sesión de terapia. «Queremos ser tan amigos de los hijos y darles tanto. Ese ha sido otro error mío, darle todo lo que yo no he podido tener, porque vengo de una familia humilde».
Javier Urra, considera que el fenómeno es propio de una sociedad «de nuevos ricos», impensable en ámbitos más tradicionales donde estas conductas son duramente sancionadas por la comunidad. «No se da el caso de un niño gitano que pegue a su madre, o el de un chaval de un pueblo perdido de Castilla, donde los padres son labradores». Simplemente porque al día siguiente les caería una tremenda reprimenda, argumenta. «España salió de una dictadura y acogió con mucho gusto el prohibido prohibir del Mayo del 68. La natalidad bajó hasta el punto que el hijo se convirtió en un tesoro al que hay que educar entre algodones», añade. «Estos niños son los que, cuando tienen dos años, les pides que ayuden a recoger y no lo hacen. Son los mismos que con seis o siete años acaban enfrentándose con el profesor y el padre se pone de su lado. El pequeño dictador se hace. Hay padres que creen que decir que no a su hijo les crearía un trauma. Eso es un grave error: lo que neurotiza es no tener límites. Los niños tienen que aprender lo que es la frustración».
Vicente Garrido, por su parte, cree que se pone demasiado énfasis en lo mal que lo hacen los padres. «Podrían haberlo hecho mejor, es cierto, pero ¿vamos a criticar a la madre que está sola en casa para atender a sus dos hijos por no ser una pedagoga excelente?», pregunta. Garrido sostiene a contracorriente que hay una predisposición de algunos jóvenes a comportarse como si el mundo solo existiera para su uso y disfrute, que se caracterizan por una falta de amor hacia sus padres -o que los quiere de un modo demasiado egocéntrico-. «Los problemas suelen ser muy visibles en la preadolescencia, en el cambio de Primaria a Secundaria de la mano del desarrollo psicológico y hormonal», explica. Su mundo empieza a girar cada vez menos en torno a la familia y cobra mayor importancia la vida fuera del hogar. «Estos niños aprenden rápido que las conductas violentas les permiten conseguir cosas que les importan mucho, como la hora de llegada, el no hacer tareas en casa o dinero. Algunos de estos niños muestran incluso antes de esos años conductas de desapego afectivo, falta de aprendizaje de la experiencia y comportamiento violento o incluso cruel», añade. «La importancia de la predisposición se ve en el hecho de que muchos de estos padres tienen familias con dos o más hermanos, y solo uno de ellos generalmente es el que presenta el problema», argumenta.
Llegados al punto de no retorno, los padres ya no pueden exigirle nada al hijo sin que este monte en cólera. Gorka, de 18 años, reconoce ante el terapeuta que intentó ahorcar a su madre con un cable porque estaba «harto» de recibir órdenes.
- ¿Cuándo tuviste esos episodios contra tu madre, tú te dabas cuenta de que te ibas a disparar?
- Sí.
- ¿Qué notabas?
- Nada, que me agobia. Intento ir para un lado y no me deja; intento irme a mi habitación, cerrar mi puerta y meterme en mi mundo con mi música [y mis porros] y se mete en mi habitación. Abre la puerta y empieza a gritar y a rayarme. Me siento agobiado. ¿Qué quieres que haga? Pues me cabreo. Intento relajarme yo, solo en mi habitación, y me viene a agobiar más, porque [mi madre] sigue con su cháchara, ¿sabes? Igual ha pasado algo y me sigue diciendo movidas, de lo que ha pasado, que nos hemos enfadado o algo.
- ¿Y por qué suelen ser esas discusiones?
- Por tonterías.
- ¿Cosas del orden, de la limpieza?
- Sí, del orden, todo por tonterías, o porque no quiero ir a clase.
- Eso es muy serio.
- Sí, pero ya soy mayor para saber lo que quiero hacer y lo que no quiero hacer. Si no voy a clase, pues bueno, es mi problema, ya está.
«La madre perdió la autoridad. Era una mujer extranjera, separada. Y el padre no paraba de descalificarla ante el joven. Y ella, al estar sola, colmaba sus necesidades afectivas con su hijo», rememora la terapeuta que les trató. Ocho meses después del tratamiento, la cosa había mejorado bastante. «Aunque nunca está asegurado que no haya recaídas, a veces solo baja la frecuencia de las discusiones. Trabajamos con ellos en que aprendan a autorregularse, en romper el secreto y el aislamiento con el resto del mundo. Se dio la circunstancia de que madre e hijo encontraron pareja al mismo tiempo. Esto facilitó las cosas».
El mismo Gorka reconocía que solo era violento en el ámbito familiar: «Yo no me pego con nadie nunca, ni en la calle ni de fiesta. Si yo soy muy tranquilo, hasta que me tocan las pelotas. Cuando me alteran me vuelvo loco».
- ¿Y solamente tu madre y tu hermano te alteran, los que conviven contigo?
- Hombre pues es con los que normalmente paso el tiempo.
- Pero en el colegio también se pasan muchas horas, y con los amigos, ahora estarás mucho con los amigos también.
- Sí, pero que no me alteran. Porque si discutimos no me siguen comiendo la oreja ¿sabes?
Los especialistas resaltan que educar supone constancia y perseverancia, que no hay atajos fáciles. «También supone que los padres sean adultos y hay algunos que no lo son. Hay que formarse para ser padre, no se puede esperar que la respuesta venga de Papá Estado o de Supernanny«, añade Urra.
Garrido, por su parte, incide en que tendrían que fortalecer el desarrollo moral de sus hijos, ser más vigilantes en la elección de las normas, encontrar los incentivos que permitan que el joven responda a los límites. La denuncia, añade es necesaria cuando los padres no tienen capacidad para reencauzarle. «Las familias no deben guardar esto en secreto. Para ello, los profesionales y los poderes públicos deberían cambiar de actitud y entender la desgracia que padecen, y no aumentarla estigmatizándoles. Y los servicios de orientación en las escuelas y los servicios sociales deberían prestar atención para intervenir lo antes posible. La justicia juvenil debe ser la última medida».
Desde la reflexión que plantean los testimonios expuestos, los profesionales nos embarcamos en la tarea de actualizar y generar respuestas eficaces para afrontar las nuevas demandas. Contemplando los diferentes planos podremos dirigir el tratamiento a dos niveles: Mediación y control de contingencias e Intervención sobre factores individuales. En primer lugar, se trata de evaluar las condiciones de relación para alcanzar acuerdos realistas, dotando a los participantes de estrategias para la negociación y el control de conductas no deseadas. En segundo lugar debemos atender los aspectos estructurales de la personalidad de los participantes, así como las variables individuales que han resultado afectadas.